sábado, 19 de diciembre de 2009

Rumbo donde nadie sabe.

Por las sórdidas calles de Madrid se reencontraba él a sí mismo, viendo como, desde una taberna dos hombre brindaban con vino. Horas después, uno de ellos yacería en el frío suelo de la capital castellana, aunque no es frío lo que este hombre, de nariz puntiaguda, barba de días, y un mugriento chaquetón marrón, sufriría. El olor a cloaca anunciaba que Andrés estaba entrando en el metro, rumbo al antro alcoholizado, de subidas y bajadas, manos que se mueven alborotadas, conversaciones carentes de sentido, y plagadas de mentiras. Al entar a la estación, solo el olor a vómito superaba ese olor a aguas revueltas con toneladas de basura. Ni siquiera la pestilencia de la ginebra que Andrés llevaba en las venas podía disimular aquella escena, algo dantesca.
No, desde luego el alchol no lo podía disimular, aunque realmente no le importaba ese desagradable olor, pues este solo llamó su atención durante un primer segundo. Por la cabeza de Andrés rondaban pensamientos tormentosos, que, bien superados en aquella noche, se cruzaban por la calle en el momento menos oportuno, en el lugar más inadecuado.

Andrés se conformaba con solo ver sus reflejos, con solo saber que seguía vivo, ni siquiera pedía que le estrujase entre sus brazos y desapareciera ante él, no, no pedía recibir sus besos, para que después le pudiese escribir los mejores versos. No pedía hacer el amor con él, para que sus cuerpos se fundiesen, alma con alma, y fuesen solo uno. Uno, otro más de tantos. De tantos amores escupidos, de tantos amores insultados, de tantos prejuicios infundados. No, él no pedía nada de eso, se conformaba con miseras migas de pan, porque su corazón solo entendía de dolor.

Cuando la ginebra dejaba de correr por las venas de Andrés, y las cuatro de la tarde marcaban la hora de despertarse, a éste solo le quedaba escribir, escribr, o leer.

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

-Luis Cernuda-

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