domingo, 18 de abril de 2010

El Romanticismo

Al volver a encontrarse ni siquiera iban a cercarse, el roce del uno con el otro parecía abrasarles, tan solo intercambiaron miradas furtivas, que, quizá, dijesen mucho más que una conversación con millones de palabras.

Algún alborotado hombre nombraba el Romanticismo, el amor. Entonces a aquel joven se le abrían los ojos, pero sobre todo los oídos. Una especie de dulzura recorrío todo su cuerpo al comprobar que sus dos máximas pasiones se entremezcaban. De un lado, la participación ciudadana, la participación política, de otro, el movmiento Romántico, el amor, los Bécquer, los Cernuda. Esta sensacón ya la había descubierto al leer a Fourier, la de mezclar política con amor, razón con pasión.

Él siempre creyó que este mundo no estaba hecho para él, por eso intentaba mitigar la realidad con ginebra, y, caída media botella, todo era más dulce, más tierno, más apacible. Pero a la vez más trágico, más melancólico, más funesto. Siempre pensó que la soledad era una buena compañera de viaje, agradable, cómoda, simpática, divertida. Sin embargo, un día soledad se calló, ya no era la misma, estaba triste, decaída, vacía. Fue entonces cuando él decidió que su gran compañera y él debían seguir caminos separados, pero los lazos que les unían eran demasiado fuertes.

El ver como unas cuantas piernas golpeaban un esférico, le hacía olvidarse durante un tiempo de su ahora amarga amiga.

Necesito una mirada que me calme,
una mano que me coja,
un susurro que me agrade,
un silencio que me hable.